Diciembre de 1948: el mundo acaba de salir dolorido y traumatizado de la II Guerra Mundial, un gran conflicto planetario que a su vez ha venido precedido por una prolongada depresión económica, unida al auge de los totalitarismos y todo su cortejo de persecuciones y horrores. En este ambiente sombrío, la Asamblea General de las Naciones Unidas, una naciente organización mundial que en ese momento apenas cuenta con unos sesenta Estados miembros, se reúne en París, en el palacio de Chaillot, sede del Museo del Hombre. De esa asamblea surgen dos documentos que, junto con la Carta fundacional de las Naciones Unidas, van a representar un nuevo punto de partida, desde una perspectiva política, jurídica y moral, para el mundo de la posguerra: la Convención contra el Genocidio (9 de diciembre) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre).
No es exagerado afirmar que ese paso trascendental tenía -y de ello eran sin duda conscientes los contados países que rehusaron unirse al consenso en la adopción de la declaración, entre ellos, la Unión Soviética, Suráfrica y Arabia Saudí- un alcance revolucionario. Se trataba nada menos que de dejar atrás una tradición centenaria de las relaciones internacionales basada en una concepción rígida de la soberanía absoluta del Estado en el orden interno, incluso cuando ello conduce a toda clase de tropelías contra los seres humanos.
Cumpliendo ese designio, la Carta de San Francisco (1945), por la que se establece la Organización de las Naciones Unidas, pone en su frontispicio a los pueblos del mundo (antes que a los Estados), que se declaran resueltos a "reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres...", así como a "promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad".
Dentro de la nueva Organización de las Naciones Unidas, cupo a la viuda del desaparecido presidente, Eleanor Roosevelt, llevar adelante el cometido de presidir, al frente de la recién establecida Comisión de Derechos Humanos, la elaboración y aprobación del documento que recogería solemnemente esos derechos. No resultó fácil. Se enfrentaban diversas concepciones políticas, culturas jurídicas y sociales, tradiciones filosóficas y religiosas, y el ambiente enrarecido de la posguerra complicaba notablemente la tarea. Su empeño, junto con la pericia, el buen hacer y la habilidad de un puñado de personas comprometidas, hizo posible ese milagro.
Hay que registrar, porque es de justicia, los nombres de algunos de los que más trabajaron para que la Declaración Universal fuera una realidad: el canadiense John Humphrey, el francés René Cassin, el libanés Charles Malik, el chileno Hernán Santa Cruz, el filipino Carlos Rómulo, el chino Peng-chun Chang, el paquistaní Muhammad Zafrulla Khan... Es oportuno también recordar los diversos orígenes de los autores; demasiado a menudo se oyen voces que pretenden que su contenido es de inspiración "demasiado occidental", y que habría que revisarla para ajustarla al mundo más amplio y complejo de hoy.
Por supuesto, el derecho internacional de los derechos humanos se ha ido completando y desarrollando, y, al hacerlo, todos los Estados que se han ido sumando a las Naciones Unidas han podido dejar su impronta. A la Declaración Universal se
han sumado los dos pactos internacionales (1966), de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, junto con otras declaraciones y convenciones que perfilan mejor el alcance de los derechos humanos en una serie de ámbitos: desde la lucha contra la discriminación racial (1965) o la discriminación contra la mujer (1979), hasta la protección de los derechos del niño (1989) o, más recientemente, la promoción de los derechos de las personas con discapacidad (2006). Resulta significativo que en todos esos documentos se reafirma el valor y la continua relevancia de la Declaración Universal. Otra cosa es que, demasiadas veces, los derechos humanos son más ensalzados en la teoría que respetados en la práctica.
La comunidad internacional se ha ido dotando de instituciones y órganos de supervisión, bien sea en el ámbito universal (actualmente, el Consejo de Derechos Humanos y los diversos comités especializados) o en el ámbito regional (como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y sus correspondientes interamericano y africano). Y no hay que olvidar la permanente e indispensable labor de vigilancia, denuncia y alerta de las asociaciones nacionales e internacionales de defensores de los derechos humanos.
Al igual que en 1948, la Declaración Universal sigue siendo hoy, según reza su cláusula inicial, un "ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse...". Hemos de verla, por tanto, como un patrón de conducta y como un reto constante para todos nosotros, en cuanto ciudadanos de nuestro propio país y en cuanto ciudadanos del mundo entero.
Juan Antonio Yáñez es embajador y representante
permanente de España ante la ONU.