Contemporizador y pragmático, Obama es acusado de no defender con energía sus principios, si es que los tiene, y de haber puesto en marcha una política exterior entreguista que, en última instancia, representará un peligro para la seguridad de Estados Unidos y de sus aliados.
Como pruebas, los críticos mencionan, entre otros asuntos menores, la renuncia del escudo antimisiles en Europa, la apuesta por el diálogo con Irán y, esta misma semana, el lanzamiento de un balón de oxígeno a Sudán. La línea establecida respecto a Cuba, Venezuela o Myanmar (antigua Birmania) está en esa misma dirección, y muy probablemente, el mes próximo, en su visita a Pekín, consumará una relación con China que pone el énfasis en la cooperación y no en los derechos humanos. En realidad, el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, ha sido hasta ahora el único blanco de la cólera de esta Administración.
Visto así, estamos ante un presidente débil, una segunda edición de Jimmy Carter, como gustan decir de forma muy gráfica los columnistas. Hay, sin embargo, varios elementos que conviene añadir a esta ecuación y que podrían modificar ese juicio o, al menos, estimarlo precipitado.
En primer lugar, la política exterior, con todo su dramático peso en un país que libra dos guerras y trata de evitar otra, no ha sido la preocupación dominante de un Gobierno que, en sus primeros nueve meses, ha tratado prioritariamente de impulsar su agenda doméstica, especialmente la reforma sanitaria y la solución de la crisis económica. En Estados Unidos se celebran elecciones legislativas ?el primer gran test sobre la gestión de Obama? dentro de un año, y presidenciales en 2012. Hasta entonces, la meta de cualquier presidente es la reelección, y eso se consigue con éxitos en la política interior, no en el exterior.
La reforma sanitaria y la crisis económica ?muy pronto será la reforma energética? han consumido hasta ahora los principales esfuerzos de la Casa Blanca, que ha tenido mucho cuidado de no abrirse frentes en el extranjero, similares a la guerra de Irak, que desvíen grandes cantidades de recursos, incluidos los que se requieren en la compleja negociación con el Congreso. El caso de Afganistán es el que más se parece a Irak y por eso es el que más ansiosamente trata de desactivar Obama.
Es obvio contraponer a esto que un presidente de Estados Unidos, como el propio Obama ha admitido, ha de tener la capacidad de actuar en varios escenarios al mismo tiempo. Por supuesto, y así ha sido. Pero lo ha hecho de una forma que le permita ganar tiempo y, a la vez, tratar de construir un nuevo marco de relaciones internacionales.
Continuar sin más con la dinámica de acción-reacción que George Bush había impulsado desde 2001 no sólo garantizaba una catástrofe para la imagen de Estados Unidos ?un elemento imprescindible de influencia en el mundo actual?, sino multiplicaba cada día el campo de los enemigos de este país, hasta el punto de que llegaría a hacerse imposible de combatir.
Era urgente romper ese ritmo, detener la tendencia hacia el enfrentamiento con Rusia y redefinir el perfil de los enemigos. Obama ha pretendido repartir de nuevo las cartas. Ha recordado que Estados Unidos no está en guerra con el islam y que acepta de buen grado el surgimiento de nuevas potencias, como China, como Brasil, incluso como un Irán desnuclearizado.
Probablemente ésta es sólo una primera fase de la política exterior de Obama. En términos teatrales, sería el preludio o el primer acto, cuando se presentan los actores y exponen sus argumentos. Éste es el momento en el que Obama está rearmando moralmente a su país, eliminando tensiones artificiales y separando el grano de la paja en el mapa de los conflictos mundiales.
No se puede descartar que llegue una segunda fase en el que alguno de esos conflictos (¿un Irán nuclearizado?) haya que resolverlo mediante el uso de la fuerza. Entonces se medirá la firmeza de este presidente, cuando tenga que actuar moral y legalmente respaldado. Firmeza no es un despliegue indiscriminado de fuerza; eso es impotencia.