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martes, 18 de noviembre de 2008
NAYPYIDAW, LA CAPITAL DE LA VERGUENZA por Pablo Diaz
Aunque Naypyidaw es la capital oficial de Birmania desde noviembre de 2005, no merece ni llamarse ciudad. Parece más bien el extrarradio de una gran urbe postindustrial: plagada de innumerables bloques de viviendas de cuatro plantas que parecen diseñados por el Ministerio de la Vivienda del franquismo. Desperdigados en una frondosa maleza tropical que se cuela hasta las puertas, los edificios están separados por desiertas avenidas de cuatro carriles en cada sentido, inexistentes en cualquier otra parte de esta nación.
Naypyidaw es la última excentricidad del brutal régimen del general Than Shwe, un zafio y supersticioso cartero que, según la rumorología, se dejó guiar por su adivino personal para trasladar la capital administrativa desde Rangún hasta la jungla. De todas maneras, no es la primera vez que un dirigente birmano levanta una nueva ciudad para su Gobierno. El Rey Mindon, en 1859, trasladó la capital desde Amarapura hasta Mandalay. Pero para entonces ésta ya era una arraigada tradición. Desde la caída de la dinastía Pagan en 1044, la capital de Birmania ha cambiado de ubicación once veces.
La versión oficial asegura que Rangún, una urbe de 6,5 millones de habitantes donde parece que sus edificios coloniales se van a venir abajo, estaba tan congestionada que se había quedado pequeña. Según la oposición, los generales temen tanto una invasión de EE UU que creen que podrían resistir mejor un ataque desde la remota Naypyidaw, situada en el interior del país, desde donde se puede controlar mejor zonas rebeldes con fuerte presencia guerrillera.
Además, Naypyidaw ha sido levantada a unos tres kilómetros al oeste de Pyinmana, un lugar clave en la historia de Birmania porque aquí se encontraba la base del ejército que logró liberar al país de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y obtuvo la independencia en 1948. Paradojas del destino, dicho ejército estaba dirigido por el general Aung San, padre de la líder opositora y premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi.
Frente a la admiración que la sociedad birmana siente por la 'Dama', como es conocida Aung San Suu Kyi, el detestado régimen de los generales ha optado por aislarse del pueblo en su afán por perpetuarse en el poder. Para ello se ha construido una gigantesca y desangelada ciudad de 4.600 kilómetros cuadrados -78 veces Manhattan- en la que sólo pueden vivir los funcionarios.
Urbanismo antialgarada
Este frío urbanismo, basado en amplias avenidas y con las sedes oficiales muy distantes entre sí, es un seguro contra protestas ciudadanas como las que tuvieron lugar en septiembre del año pasado durante la 'Revolución Azafrán'. Al contrario que en Rangún, los manifestantes no habrían podido esconderse en ninguna callejuela. Dividida en una parte civil y otra militar, a la que está prohibido el acceso, Naypyidaw es todo lo contrario a lo que debería ser una ciudad. En lugar de ser un espacio para la socialización, es un alienante engendro urbano donde no hay más que desolación entre las viviendas de los funcionarios y los alejados ministerios.
No existe un centro urbano ni hay tiendas, restaurantes o bancos por las calles, ya que todos los establecimientos comerciales están concentrados en una especie de rudimentarias galerías plagadas de pequeños locales. Por su parte, los restaurantes se concentran en una colina contigua, cerca de unas dársenas que parecen ser una estación de autobuses. Todo lo demás son bloques de pisos exactamente iguales, donde lo único que cambia es el color de sus tejados. Ahí viven unas 16 familias, en las que al menos uno de sus miembros trabaja como funcionario para el Gobierno. Además, todos los inquilinos de un bloque pertenecen al mismo Ministerio y sólo hay un teléfono por edificio -generalmente instalado en la casa del chivato de turno-, para que así pueda informar a la Policía de las conversaciones íntimas de sus vecinos.
Uno de estos funcionarios es el padre de Kyaw Zin Win, un joven de 29 años que junto a su hijo pequeño y su madre tuvo que dejar atrás su vida y sus amigos de Rangún cuando el Gobierno obligó a su progenitor a cambiar de destino. El viernes 6 de noviembre de 2005, y siguiendo los misteriosos designios del adivino personal del general Than Shwe, la Junta anunció por sorpresa el traslado a la nueva capital para que, el lunes siguiente, los funcionarios se presentaran en sus nuevos puestos.
Miles de autobuses y camiones recorrieron los más de 300 kilómetros de la tortuosa carretera que atraviesa la jungla hasta Naypyidaw. Al final de las más de nueve horas de trayecto, plagado de míseros villorrios formados por chozas de madera, la estrecha calzada se abre en una flamante autopista de varios carriles que desemboca en el cruce que dirige hasta las dos zonas bien diferenciadas de la capital.
Naypyidaw significa 'Ciudad de Reyes' y en ella viven unas 100.000 personas con más pena que gloria a pesar de tan ostentoso nombre. «Aquí hay poco que hacer y no conozco a nadie, pero al menos no tenemos que pagar una renta de alquiler por el piso», explica Kyaw Zin Win, que habita una casa de 80 metros cuadrados de dos habitaciones y sin muebles. «Mi padre gana al mes unos 50.000 kyiats (50 dólares) en el Ministerio de Deportes, así que yo tengo que trabajar con mi moto como taxista, porque los precios han subido tanto que el dinero no nos alcanza».
Al igual que el 90% de los birmanos, que ganan un dólar al día, los funcionarios estatales son tan pobres como el padre de Kyaw Zin Win, que ni siquiera puede comprar cortinas para las ventanas que tiene que cubrir con papeles de periódico. En la casa sólo hay una mesa en el salón y verduras casi podridas en la cocina -sin frigorífico-, pero la hospitalidad de los birmanos es tan sobrecogedora que el anfitrión no duda en ofrecer al visitante lo poco que tiene: galletas, chicles..., y unas servilletas de papel sin abrir. A pesar de estas precariedades, Kyaw Zin Win puede considerarse afortunado porque, al menos, vivir en Naypyidaw le asegura disponer de agua y electricidad las 24 horas del día, un lujo del que no disfrutan en Rangún.
Fuera de la vivienda, el paisaje es aún más desalentador. Por las amplias calles vacías no circula ni un vehículo, lujo que está fuera del alcance de la mayoría de los birmanos. El aspecto fantasmagórico de la ciudad sólo es roto por una vendedora ambulante que ha dispuesto sus frutas en la acera mientras, más allá, varios niños juegan descalzos. La alegría de los pequeños hace más triste este sombrío lugar donde no hay ni parques ni cines ni teatros.
Los ministerios de Energía, Planificación, Transportes, Turismo y Educación se agrupan en la Avenida del Éxito, una interminable arteria donde las sedes oficiales están separadas por kilómetros de maleza. El Gobierno pretende que, desde finales de este año, se instalen aquí las Embajadas extranjeras que todavía siguen en Rangún, pero pocas legaciones diplomáticas se han mostrado dispuestas a mudarse a un siniestro y paranoico lugar donde podría rodarse una versión cutre y de ojos rasgados de la novela '1984', de Orwell. Muy diferente es el aspecto de los descomunales palacios que se están construyendo el general Than y sus hombres en la zona militar, presidida por las imponentes estatuas de los tres principales reyes de Birmania a los que la Junta militar intenta emular.
¿Cómo es posible que un país tan pobre gaste 4.000 millones de euros en construir una ciudad en plena jungla? La respuesta es sencilla: con obreros que trabajan como esclavos. Por unos 1.200 kyiats al día (un dólar), hombres, mujeres y niños se pasan doce horas cada jornada juntando ladrillos, removiendo mezclas y arrastrando sacos de tierra y cemento. Es el caso de Su Haling, una niña de doce años que trabaja junto a sus padres construyendo una réplica de la pagoda de Shwedagon. Para que a la nueva capital no le falten sus encantos turísticos, los generales han decidido no sólo copiar uno de los principales reclamos del país, sino también trasladar hasta Naypyidaw a los animales del zoo de la antigua capital.
«No puedo ir a la escuela porque mi familia es tan pobre que debo venir aquí a trabajar todos los días», se lamenta Su Haling, ataviada con un pañuelo y una gorra que la protegen del intenso sol cenital, junto a un montón de arena donde un bebé gatea mientras sus padres se afanan levantando un muro de hormigón. Esta es la mano de obra que también ha sido utilizada en los siete hoteles de lujo construidos, establecimientos regentados por los generales u hombres afines al régimen, como el multimillonario U Ta Zay, yerno del general Than Shwe y propietario de los principales negocios del país.
Además de dirigir la aerolínea Air Bagan y de poseer un centro comercial en Rangún donde se venden para la élite bolsos de Vuitton, zapatos de Dior, perfumes de Chanel y champán Moöet & Chandon, U Ta Zay es el dueño del hotel Aureum Palace, gigantesco 'resort' enclavado en un parque natural donde no faltan los servicios de sauna y masajes. «Se acaban de marchar unos clientes rusos que habían venido en viaje de negocios», indica uno de los empleados. Aunque no sabe cuáles eran tales negocios, es bastante probable que los generales cerraran el trato en el campo de golf donde suelen llevar a sus invitados, según desgrana otro habitante de Naypyidaw que prefiere ocultar su identidad.
Los militares han impuesto entre la población un paranoico estado de terror que ha sembrado la desconfianza y llenado las calles de soplones. Desde un búnker diseñado por ingenieros norcoreanos, el general Than Shwe sigue controlando a su antojo Birmania y expoliando sus ricos recursos desde su nueva capital fantasma.