Hasta la fecha, los casos investigados por la Audiencia Nacional en materia de Justicia Universal han supuesto una fuerte apuesta por la “política de la justicia” instigada por la acción individual de las víctimas. Con ello no se persiguen objetivos políticos, a los que se ven abocadas en muchas ocasiones las relaciones interesadas de los estados, sino que se pretende –como asegura el Consejo de Justicia de la Unión Europea (Decisión 2003/335/JHA de 8 de mayo de 2003)– el procesamiento y castigo de los responsables de crímenes internacionales. Lo decisivo es que este ejercicio de responsabilidad restablece de forma directa la voluntad popular y la solidaridad universal en materia penal y limita la soberanía de los estados en este contexto. Siendo así, los defensores de esta justicia estábamos aludiendo al elemental razonamiento democrático (que ha quedado hecho añicos) por el cual “la ley internacional aún protege la soberanía, aunque –sorprendentemente para los detractores de la justicia universal– la soberanía del pueblo, y no la del soberano”.
La vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, y el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, nos han dicho que esta reforma refuerza “nuestro compromiso” con este principio y le dota de “mayor eficacia”. Si es así, pónganse por un instante en la piel de las miles de mujeres birmanas que son violadas y asesinadas por la Junta Militar Birmana, de los más de 400.000 niños soldado que tiene secuestrados el régimen de Rangoon, de las innumerables mujeres tibetanas y niños que han muerto en sesiones de esterilizaciones forzosas, de los miles de monjes tibetanos y birmanos que son asesinados impunemente por las dictaduras sólo por salir a la calle a gritar con valentía y sin más arma que la verdad: ¡basta ya!
¿Qué va a ser de la esperanza que conservaban los miles de prisioneros políticos de estos países que son torturados diariamente cuando conozcan que la justicia que se buscaba para ellos se ha esfumado por unas quejas diplomáticas de los estados más poderosos, como está amplia y vergonzosamente acreditado? Estos crímenes internacionales, no sólo les ofenden a ellos como víctimas, sino a toda la humanidad en su conjunto. Ahora se les cierra la única puerta abierta, ya que ni en sus propios países dictatoriales pueden acudir a sus tribunales, ni el Tribunal Penal Internacional puede conocer estos casos, puesto que ni China, ni Birmania, son parte del Estatuto de Roma.
Por lo que respecta al caso del Tíbet, parece ser que la carta que la Embajada china envió al Gobierno el pasado mes de julio solicitando el archivo de esta querella ha dado sus frutos. Por este mismo motivo, el mes pasado en Israel Simon Peres le dio públicamente la enhorabuena a nuestro presidente por el archivo de la causa palestina. Habría que saber si también le felicitaron los familiares de las víctimas de los bombarderos de Gaza. Y me pregunto si le habrán llegado ya las felicitaciones desde Beijing.
¿Qué les ha sucedido a los que años atrás se encontraban en la oposición, jaleando en las calles la orden de arresto internacional de Pinochet y el No a la guerra? Ahora, desde el poder, han dicho Sí a la impunidad de los genocidas y torturadores. Y eso que, en el Programa de Derechos Humanos, uno de los objetivos es la lucha contra la impunidad y la defensa de estos derechos fundamentales en todo el planeta. Además, ¿cómo este Gobierno puede pretender resolver los conflictos internacionales a través de una Alianza de Civilizaciones que promociona como instrumento esencial un Derecho Internacional que, con total premeditación y alevosía, ha sido enterrado?
¿Acaso, en última instancia, se está haciendo inevitable recurrir a la violencia y al terror para reivindicar los derechos que le son propios a los pueblos, o al menos así atraerse la atención de la comunidad internacional? Lamentablemente, hoy en día se presenta esa paradoja: por una parte se persigue la paz y se lucha contra el terrorismo a través de guerras ilegales; y por otra, no se premian propuestas pacíficas a crisis enquistadas como las de Tíbet o Birmania. En esta desesperanza se encuentra el origen de los grupos violentos, cuyas voces ya comienzan a escucharse en estos pueblos oprimidos que desde hace décadas resisten a través de métodos no violentos inspirados por el movimiento de Satyagraha de Gandhi. Si realmente, conforme a los propósitos de las Naciones Unidas, se está interesado en la resolución pacífica de los conflictos, se debería actuar sobre sus causas y no sólo sobre sus manifestaciones más extremas.
Lamentablemente, de todo este proceder se desprende que, en esta nueva era de la globalización de la economía (pero no de la justicia), los dictados políticos quedan condicionados por los criterios del mercado que en muchos casos imponen las empresas transnacionales y, más aún, cuando delante se tiene al gigante asiático. Y todo ello pese a que se está pagando un alto precio al deslocalizar nuestras empresas a estos países; hecho que irremediablemente provoca una creciente bolsa de desempleados en España.
Con la mal llamada modificación de la Ley de Justicia Universal siento profundamente que el Partido Socialista ha traicionado los ideales de Pablo Iglesias, que dicen: “Sois socialistas no para amar en silencio vuestras ideas, ni para recrearos en su grandeza y con el espíritu de justicia que las anima, sino para llevarlas a todas partes”. Principios que constan en el reverso del carnet de militante que les devuelvo, y que con tristeza reconozco, han sido irremediablemente ultrajados.
José Elías Esteve Moltó es redactor e investigador de las querellas de Tíbet y Birmania en la Audiencia Nacional