Los centuriones birmanos han recluido otros 18 meses en su domicilio a Aung San Suu Kyi, la infatigable luchadora por los derechos humanos. Mediante una farsa judicial, seguida de una condena a tres años de cárcel y trabajos forzados, reducida inmediatamente a la mitad, los generales se han desembarazado de su mayor competidora en las elecciones convocadas para el próximo año, planteadas como un proceso de legitimación de la dictadura de los cuarteles.
Ni 10 años de sanciones de la UE y Estados Unidos, reforzadas después de la revuelta de los monjes del 2007, ni los mensajes dirigidos por la comunidad internacional al general Than Shwe y sus conmilitones durante el proceso han tenido efecto. Porque los militares siguen contando con la comprensión encubierta de algunos de sus vecinos, más allá de las condenas de Occidente y de la movilización de la Casa Blanca para rescatar al activista mormón condenado a siete años de trabajos forzados en el mismo juicio. La razón es muy simple: prefieren un país estable, sometido a las arbitrariedades de los uniformados, que una Birmania embarcada en una transición llena de incógnitas y forzosamente inestable.
Por esta razón, la tanda de condenas que han seguido a la sentencia y la movilización diplomática en curso no deben inducir a error. Salvo una voluntad expresa de imponer a los militares las reglas de la democracia, estos disponen de todos los resortes del poder para salir una vez más airosos de la prueba. En cambio, Aung San Suu Kyi solo tiene a su favor la entereza de su lucha, el prestigio del Premio Nobel de la Paz y la honradez de sus propósitos, factores todos ellos que nunca han importado a sus adversarios.