Aung San Suu Chi aparece y desaparece de la escena mediática mundial, y por lo visto no se ha desencadenado un movimiento cívico global en su favor. Sin embargo, si en Birmania hubiese democracia ella sería la presidenta del país, pues fue elegida como tal en las últimas elecciones, cuyo resultado fue ignorado y pisoteado por los actuales usurpadores. Aung San no es, por tanto, un personaje menor o un hecho testimonial, sino la presidenta legítima de un país sometido por una dictadura criminal. No recibe, en cambio, la solidaridad y la adhesión masiva que otros luchadores por la libertad --incluso no electos democráticamente en unos comicios-- han obtenido y obtienen de parte de la opinión pública mundial.
Es algo extraño, o quizás no tanto. Occidente mira con ojos extraños a oriente, una mirada enturbiada por prejuicios de todo tipo. La elevada estatura moral de Aung San Suu Chi no es inferior a la del Dalai Lama, del propio Mandela o de Desmond Tutu: no hay más que leer su libro Libres del miedo para comprender que en ella, como en los mencionados líderes, radican las semillas de la manifestación de la excelencia humana en nuestro siglo. Pero hay un pequeño inconveniente: es exótica, mujer y tranquila. Lo diré crudamente: respocnde a un esquema que no excita lo suficiente a los constructores de imágenes con las que "solidarizarse". Lo diré más crudamente: las izquierdas de todos los países son enormemente reluctantes a "adoptar" personajes y causas asiáticas, que no responden a las lógicas de confrontamiento ideológico fraguadas en la guerra fría, que explican los ardores respecto a Oriente medio, América Latina u otros lugares por los cuales sigue pasando aquella infame línea divisoria emocional. Aung San no levanta el puño ni hace proclamas revolucionarias, no cree que esté justificado lanzar misiles sobre Israel para conseguir la libertad de su pueblo ni considera excusable que una guerrilla se financie con cocaína. Aung San Suu Chi no excita actitudes porque su figura no sirve para albergar ambigüedades interesadas.
Hace solamente un año y tres meses que Birmania fue devastada por unas terribles tormentas que acabaron con las reservas de arroz y provocaron una hambruna devastadora en el país. En aquella ocasión la junta militar acabó por ganar su condición de genocida al quedar en evidencia ante el mundo como saqueadores de su propio pueblo. Ahora, tan poco tiempo después, es sorprendente comprobar como ningún periódico ni ningún periodista español han recordado aquellos hechos como contexto imprescindible de la última condena a la líder democrática. Se trata, al fin y al cabo, de una premio Nobel de la Paz; todo demasiado ligero, todo demasiado extraño, todo demasiado huidizo, todo demasiado frívolo, todo demasiado deplorable para la conciencia democrática mundial.
Si tuviera ganas de enfadarme podría explicar muy clarito el porqué ideológico, político y geoestratégico de las reservas, así como el fundamento de la inhibición de los intelectuales, pero no tengo ganas de sentir asco. Me asimilo a la ironía escueta de Aung San al conocer la sentencia del falso tribunal de los usurpadores: "Gracias por la condena".
Apoyo a Aung San Suu Chi en Birmania por la paz