Myanmar, nombre que le dieron los generales a Birmania, poco después de enquistarse en el poder en 1962, ya casi no se menciona en los recintos diplomáticos ni en la mayoría de los medios. Bastó con que la dictadura recibiera con alfombra roja a un negociador de la ONU entretenerlo con conversaciones “fructíferas”, permitirle visitar a unos pocos prisioneros políticos, incluyendo a la líder de oposición Aung San Suu Kyi, - en prisión domiciliaria desde 1989 y presidente electa en comicios realizados en 1990 que fueron anulados por la Junta Militar – y liberar a unos pocos disidentes, y su gobierno logró narcotizar de nuevo a un mundo ávido de ignorar lo que difícilmente puede resolver.
Los más de 50 millones de habitantes de Birmania que se encuentra bajo la bota militar apoyada por India, China e Indonesia, hace que a pesar de las restricciones económicas impuestas por Europa y Estados Unidos contra su régimen, apenas hagan cosquillas a un gobierno cuyo intercambio comercial se da, en un 90%, con sus vecinos asiáticos, especialmente con China, cuyo veto impide que la ONU decrete otras sanciones o medidas de fuerza para dar un resquicio de libertad a ese país.
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