A Myanmar, la antigua Birmania, le ocurre lo que al Perú: representa tan poco para el mundo en términos económicos y estratégicos, que la opinión pública internacional no se desvela si en aquella alejada nación una pandilla de forajidos se hace con el poder, instala una dictadura militar, sella las fronteras y, combinando la ferocidad represiva con la ineptitud, hunde al país en la miseria y la barbarie. Si no fuera porque allí nació y allí lucha "contra toda esperanza" Aung San Suu Kyi por la liberación de su pueblo, las noticias de Myanmar no llegarían jamás a los medios de comunicación del resto del planeta y, en los países occidentales, se recordaría a Birmania, sobre todo, por ciertas historias de Conrad o por uno de los más famosos ensayos de George Orwell, "Cazando un elefante", inspirado en un episodio que protagonizó en ese país, donde fue policía colonial.
Los medios han vuelto a hablar de Aung San Suu Kyi, otra vez, en estos días, con motivo de un nuevo incidente del que fue víctima la Premio Nobel de la Paz cuando intentó salir de Yangon (la ex Rangún), para asistir a una reunión en provincias de su partido, la Liga Nacional para la Democracia (NLD). Atajada por los militares en las afueras de la capital, Aung San Suu Kyi permaneció encerrada en su automóvil cerca de una semana y, luego, fue "felizmente regresada a la capital" (según dijo el risueño vocero del gobierno), donde padece nuevamente el arresto domiciliario del que, en teoría, la Junta Militar la liberó en 1995. Su paradero, en estos momentos, es incierto. El embajador británico, que intentó acercarse a su domicilio-calabozo, fue vejado por los soldados de la guardia y echado de allí de mala manera. Al mismo tiempo, la ofensiva del régimen contra el NLD, al que uno de los peores energúmenos de la dictadura, el general Maung Aye, ha prometido "desaparecer antes de diciembre" prosigue, implacable: los 40 diputados elegidos hace diez años, y a los que el régimen no permitió ocupar sus escaños, y por lo menos un millar de dirigentes, se pudren ya en prisión, y, en los últimos días, la Junta ha cerrado los locales del Partido y puesto entre rejas a todos los miembros de su dirección que aún seguían en libertad.
En verdad, Aung San Suu Kyi nunca ha dejado de ser una prisionera desde que, hace 12 años, inició la resistencia pacífica contra la dictadura castrense que ha convertido a su país en una de las más miserables y sufridas satrapías tercermundistas de la actualidad. Así lo reconoce un reciente informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que acusa a los gorilas uniformados de Myanmar de haber implantado el trabajo esclavo, realizar innumerables ejecuciones sumarias, políticas de aniquilación de las minorías étnicas y reprimir de manera inmisericorde todos los derechos civiles y políticos de los ciudadanos.
¿A qué debe el estar todavía viva, en ese infierno autoritario, esta mujer menudita y frágil, de 55 años, a la que su indoblegable coraje, su tranquilo heroísmo frente a la adversidad y su vocación democrática han convertido en una de las grandes figuras políticas de nuestro tiempo, comparable, por su decencia, lucidez y constancia, a un Nelson Mandela? Probablemente a ser hija de un héroe nacional, el general Aung San, que en 1947 firmó la independencia nacional con Gran Bretaña. La camarilla gobernante tuvo reparos en asesinar, o enterrar en una celda, a la hija de una figura universalmente respetada, sobre todo en los medios castrenses.
Fue un grave error, desde el punto de vista de los gorilas birmanos, del que, sin duda, no han cesado de lamentarse. Porque, cuando la dictadura se desplome, esté ella viva para celebrarlo o no, todo el mundo, en Myanmar y en el extranjero, sabrá que esa caída fue posible gracias a Aung San Suu Kyi.
Que su política de resistencia pacífica al régimen militar había ganado el apoyo de su pueblo lo descubrieron los militares en 1990, cuando autorizaron unas elecciones libres, cegados por los embustes de su propia propaganda, que les aseguraba que la dictadura era popular y podía obtener una mayoría electoral. El resultado de la consulta fue un brutal desmentido a esta ilusión: el NLD obtuvo el 80% del voto, más de los dos tercios del Parlamento. Ni cortos ni perezosos, los gorilas anularon la elección y decidieron que a partir de entonces serían los tanques y las botas, no los votos, la fuente del poder en Myanmar.
Para entonces, Aung San Suu Kyi era ya demasiado célebre para hacerla asesinar. Había obtenido el Premio Nobel de la Paz, y su figura delicada, y la solvencia ética y política de su conducta, concitaba la admiración del mundo entero. Las humillaciones y el acoso a que fue sometida por los militares para obligarla a exiliarse —le cortaron las comunicaciones y la correspondencia, le prohibieron las visitas, en ciertos periodos la dejaron sin agua y sin luz— fueron inútiles y sirvieron, más bien, para fortalecer su decisión. Una y otra vez, rechazó las sugerencias del gobierno de que partiera al extranjero. Su decisión tenía contornos dramáticos, porque implicaba vivir separada de su marido (un profesor inglés, de Oxford) y de sus hijos, que residían en Inglaterra, a quienes el régimen negaba permiso para visitarla. El año pasado, su esposo, enfermo de cáncer terminal, rogó a los generales un visado para ver por última vez a su mujer. La Junta se lo negó, confiada en que de este modo Aung San Suu Kyi se vería obligada a partir. Pero ella no lo hizo y su marido murió poco después. Entonces, la prensa oficialista la acusó de carecer de sentimientos y sacrificar a su familia por su apetito de poder.
Gracias al tesón y a la capacidad de sacrificio de esta mujer, la resistencia a la dictadura se ha mantenido viva, en una población sobre la que los generales felones ejercen el terror —censuras, asesinatos, chantajes y torturas— de una manera sistemática desde hace más de una década. Y gracias a ella la comunidad internacional ha dado, en los últimos años, algunos pasos para presionar a la Junta. Estados Unidos ha prohibido a las empresas hacer nuevas inversiones en Myanmar y la Unión Europea ha suprimido las ayudas económicas y los créditos hasta que no se atenúen los atropellos a los derechos humanos y se inicie un proceso de democratización semejante a los que han tenido lugar en Corea del Sur, Taiwan o Indonesia.
Sin embargo, como ha ocurrido con casi todas la tiranías tercermundistas, estas sanciones han resultado poco efectivas, por dos razones. La primera, porque a la cleptocracia militar de gentes como los generales Maung Aye y Than Shwe les importa un bledo el aislamiento económico y la cuarentena diplomática, mientras puedan conservar el poder absoluto y seguir enriqueciéndose gracias a él. Y, la segunda, porque nunca faltan gobiernos "pragmáticos" —es decir, inmorales— que aprovechan las sanciones económicas y políticas, para ganar mercados y zonas de influencia aunque sea a costa de apuntalar a una dictadura vesánica. Es lo que ha ocurrido, en el caso de Myanmar, con dos de sus vecinos, China Popular y la India, que siguen invirtiendo en la antigua Birmania, y, el gobierno de Beijing, suministrando armas e infraestructura bélica a los gorilas de Yangon.
Nada predisponía a la hija del símbolo de la independencia birmana al papel de heroína —acaso de mártir— que ha asumido desde hace ya casi tres lustros, con una consecuencia, una generosidad y un idealismo sin fallas, al extremo de que su conducta basta, por sí sola, para contrarrestar las afirmaciones de los cínicos según las cuales la política es, inevitablemente, una actividad mediocre, corrompida y vil. En su caso sólo ha sido entrega, altruismo, fidelidad a los principios democráticos y solidaridad con sus compatriotas. Había estudiado en Oxford, tenía una familia sólida y acomodada, vivía en un medio de alto nivel intelectual. Pero ella abandonó esta existencia segura y estimulante para ir a enfrentarse, allá, en su remotísimo país, a una fuerza bruta y desalmada, sin otras armas que su nombre, su valentía y su amor a la libertad. Aunque no haya triunfado todavía, su empeño ha ganado un espacio para la tragedia de su país en las primeras páginas de los grandes medios de comunicación del mundo entero. ¿Tendrá esta historia un final digno, como la tuvo la lucha de treinta años de Nelson Mandela y sus compañeros en Africa del Sur? Sin duda que sí. Ninguna dictadura ha sido eterna, como lo saben los generales de Yangon, que han visto desmoronarse a uno de sus aliados más fieles, la dictadura indonesia de Suharto, que hace apenas unos pocos años parecía inconmovible. Pero, hay que desear que cuando le toque el turno a Myanmar, Aung San Suu Kyi esté todavía allí, como Mandela en la República Surafricana, para que su presencia y su moderación hagan más llevadera, menos anárquica y traumática, la dificilísima tarea de enrumbar el país por el camino de la civilización.
Caretas. 22 de Setiembre de 2000