Aung San Suu Kyi es una menuda mujer de 64 años, que ha pasado una gran parte de su vida luchando por la democracia con una estrategia de paz. Hija de Aung San, el héroe nacional de Birmania (ahora Myanmar) que firmó el tratado de independencia con Gran Bretaña en 1947, graduada de Oxford y por algún tiempo funcionaria de las Naciones Unidas, parecía destinada a la comodidad de sus recursos económicos e intelectuales.
Pero para Aung San Suu Kyi la vida implica, entre otras cosas, compromiso. Por esto, en 1988, cuando regresó a su país tras estudiar y trabajar en el exterior, decidió incorporarse a lo que se dio en llamar el movimiento por la “segunda independencia nacional”, que implicaba, simplemente, el pleno ejercicio de la democracia, conculcado por Gobiernos autoritarios. Y se involucró en la tarea de forma pacífica, siguiendo las tácticas de Mahatma Gandhi y predicando la idea “del bien y de lo justo”.
Por su intensa, generosa y exitosa labor, ganó el Premio Nobel de la Paz en 1991. Pero dos años antes había recibido un trato muy distinto del régimen militar birmano, que en 1988 había reprimido a sangre y fuego una rebelión popular: su arresto domiciliario en Rangún, la capital, sin previo juicio, precisamente por sus actividades democráticas. A pesar de su aislamiento, la Liga Nacional para la Democracia, bajo su liderato, ganó las elecciones de 1990 por una aplastante mayoría. Pero los generales se negaron a reconocer su triunfo y se enquistaron en el poder.
Desde entonces, Aung San Suu Kyi ha pasado la mayor parte del tiempo prisionera en su casa. Pero se mantiene como un constante testimonio para el mundo y como una fuente de inspiración para sus compatriotas.
Como su arbitraria condena está a punto de cumplirse, los militares han decidido someterla a un nuevo proceso, esta vez aduciendo que la visita no autorizada de un estadounidense –que ingresó a su domicilio sin permiso de Suu Ki– implicaba la violación del arresto, lo cual podría acarrearle una nueva pena de cinco años.
La farsa de juicio comenzó la pasada semana, bajo estrictas medidas de seguridad. Primero fue impedido el acceso de los periodistas y diplomáticos, luego fue reabierto y el jueves de nuevo cerró las puertas, en otra clara señal de la arbitrariedad y falta de garantías que lo rodean.
La acción en su contra no es aislada. El próximo año se celebrarán nuevas elecciones en Birmania, con una Constitución esencialmente autoritaria, pero que abre algunos resquicios democráticos. Los militares temen que, a pesar de las limitaciones, la Liga Nacional para la Democracia obtenga, de nuevo, un sólido triunfo, que ponga en riesgo su control. Por esto, la detención de su líder y el desarrollo de una ola represiva que ha duplicado el número de prisioneros políticos, de poco más de mil en el 2007 a 2.100 ahora.
A pesar de que Birmania, enclavada en la porción noroeste de la Península de Indochina, está muy lejos de Costa Rica, las aspiraciones y las luchas de Aung San Suu Kyi están muy cerca de las convicciones democráticas de los costarricenses.
Por esto es que su caso merece nuestra atención y solidaridad. Este gentil símbolo de la democracia, que trasciende la geografía con su mensaje de libertad y paz, es inspiración, ejemplo y noble acicate dentro y fuera de su país.