¿A quién preocupa la brutal dictadura birmana, el lento asesinato de Aung San Suu Kyi...?
ampoco le dieron permiso para verla, cuando se estaba muriendo de cáncer, en 1999. Hacía cuatro años que no podían hablar. Era su marido, Michael Aris, que la había conocido cuando eran jóvenes estudiantes en la Universidad de Oxford. Ella estudiaba filosofía, y él era estudiante de civilización tibetana. Con Michael tendría a sus dos hijos, Alexander y Kim, y una vida de lucha por la libertad en Birmania, que los llevaría a su separación física cuando la dictadura birmana la arrancó definitivamente del mundo. A su hijo, Kim Htein Lin, pudo verlo fugazmente en el aeropuerto de Rangún en 1999. Hacía años que no lo veía, y desde entonces, no ha podido volver a estar con él.Hija del gran héroe de la independencia de su país, Aung San, que fue asesinado cuando ella tenía dos años, su biografía está plagada de actos de una gran valentía, como el que ocurrió en el delta del Irrawaddy, cuando continuó andando hacia un pelotón de soldados que la apuntaban con un rifle. O sus alocuciones por todo el país, desafiando la prohibición de la dictadura. A pesar de los intentos de la junta militar por exiliarla, ha querido mantenerse al lado de su pueblo, fuertemente motivada por sus ideas gandhianas y su moral budista. "La bondad y la justicia no le permiten huir", según sus propias palabras, y así, esta frágil mujer, hija de héroes birmanos, ha dedicado su vida a la lucha de su pueblo, ha ganado elecciones que la tiranía no ha reconocido, y finalmente lleva años detenida en su propia casa, sin poder salir ni hablar con nadie del exterior.
Las últimas noticias alertan de su delicado estado de salud, y nos informan de su ingreso en prisión , junto con otras dos mujeres, madre e hija, que la cuidan desde hace años. ¿La excusa? Tal como informaba 'La Vanguardia', haber hablado con el estadounidense John William Yettaw, quien se había colado en su vivienda nadando por el lago Inya y burlando la vigilancia.
En su haber tiene todos los premios que el mundo es capaz de dar a los héroes de la libertad, el Sajarov, el premio Thorolf Rafto, el Nobel de la Paz, pero, más allá de los premios, sufre el abandono que padecen todos los luchadores que no pelean por causas interesantes. ¿A quién preocupa la brutal dictadura birmana? ¿A quién preocupan los miles de muertos y encarcelados, el desprecio a todos los derechos básicos, el lento asesinato de la propia Aung San Suu Kyi, la masacre contra los monjes budistas que se sublevaron hace pocos meses? ¿A quién preocupan los informes de Amnistía Internacional, que hablan de asesinatos masivos de campesinos a machetazos y puñaladas? ¿O la existencia del llamado batallón de violadores, que escoge a mujeres encarceladas de etnias minoritarias para sus actos de violencia sexual? Ni tan sólo el expolio de la ayuda internacional por parte de la junta militar durante el tsunami del 2004, abandonando a su suerte a centenares de miles de damnificados, levantó alguna ira contundente en el mundo.
El llamado Consejo de la Restauración de la Ley y el Orden del Estado es, hoy por hoy, una de las dictaduras más atroces del mundo, y sus crímenes contra el pueblo birmano son, sin paliativos, crímenes contra la humanidad. ¿Sin embargo…?
No es la primera vez que clamo por este tipo de causas, que no tienen, como diría García Márquez, quien las escriba. Y no es la primera vez, tampoco, que hago una antipática denuncia, que hoy repetiré, quizás con la vana esperanza de que el repiqueteo moleste a alguien. Es esta: no es cierto que el ruido pancartista de las calles del mundo se movilice por las causas de las víctimas. Sólo se moviliza por el nombre y apellido de los posibles culpables. Es decir, si el malo es israelí o norteamericano, el ruido vocifera y estalla en indignación. Si el malo es el dictador de Sudán, o el líder de los Tatmadaw birmanos, el ruido se vuelve silencio atronador.
Y ello pasa porque el pancartismo internacional ya no tiene causas, sólo tiene obsesiones. Gracias a ese silencio, dictaduras como la birmana resultan impunes a sus crímenes. Y gracias a ese silencio cómplice, las víctimas como Aung San Suu Kyi gritan a la nada…